viernes, 8 de marzo de 2013

Nuestro parto (II): La llegada al hospital

En esta entrada contaba las primeras horas de parto, que las pasé tranquilamente en casa, en un ambiente íntimo, adoptando las posturas que más calmaban el dolor y con los cuidados y el cariño de los míos.

Hacia las 9 de la mañana, con 4 cm de dilatación, llegamos al hospital. Nos pasaron a la sala de espera, donde recuerdo ver a dos embarazadas y sus parejas, una de ellas con mascarilla. Aguantar las contracciones sentada se me hacía muy duro, así que puse las rodillas sobre la silla y apoyé los brazos sobre el respaldo (culo en pompa). Aunque aliviada, verme en esta postura, oírme respirar y jadear (no os miento si os digo que mis sonidos recordaban a orgasmos de película... aunque la sensación era bastante diferente), me hizo sentir de nuevo desamparo y excesivamente expuesta, y volví a romper a llorar. Recuerdo arrepentirme de haber ido al hospital.

El trabajo de parto es un acto involuntario, como lo es el orgasmo, y  requiere de la segregación de una serie de hormonas. Especialmente importante en este proceso es la oxitocina, una hormona "tímida" que para segregarse requiere de un ambiente íntimo, sosegado, seguro y tranquilo. Al llegar al hospital es normal sentirse fuera de lugar y sin control sobre lo que está ocurriendo, esto genera estrés y suele inhibir la segregación de oxitocina, con lo que las contracciones que estabas sintiendo cada 3 minutos pasen a sentirse cada 7. 

En mi caso, salir de mi nido donde estaba llena de cuidados y besos, donde me comportaba como me apetecía sin pensar en lo que debía o no hacer o decir,  y verme en el hospital con aquella luz tan blanca, tantas caras mirándome, y sentir que no era capaz de "mantener las formas" (estar sentada normal y no respirar con ruidos), me estresó y asustó, y las contracciones disminuyeron muchísimo su frecuencia, aunque cuando aparecían lo hacían con la misma intensidad. Aunque me daba cuenta de que tenía menos contracciones, el espacio entre una y otra no era capaz de descansar y disfrutarlo, porque esperaba asustada la siguiente: asustada porque me pillara de pie, o sentada, o porque justo en ese momento me tocara hablar...

En pocos (y eternos) minutos, nos atendieron. Una médico joven comenzó a preguntarme por antecedentes de cáncer en mi familia, hipertensión, diabetes,... Pocas veces alguien me ha sacado tanto de mis casillas (pero no era culpa de la médico). Me pidió que me tumbara para explorarme (horror y pánico sólo de pensar en recibir la siguiente contracción subida a la camilla aquella), verificó que estaba de parto, pero no me dejaba bajarme y tampoco me explicaba el porqué. Cogió algo y miró y remiró, y pidió ayuda porque creía que las aguas estaban teñidas de meconio. Escuchar aquello me puso los pelos de punta, aunque he leído muchísimo sobre partos y sobre sus posibles complicaciones, no conseguía recordar qué riesgos había cuando las aguas estaban teñidas. 
NOTA: Algunas veces el líquido amniótico está manchado de meconio, con el riesgo de que el bebé experimente un síndrome de aspiración de meconio (por eso si tu parto se inicia con rotura de bolsa, y las aguas estás "sucias", debes ir al hospital de manera urgente). 
Por fin, una voz tranquila de mi madre me relajó "En mis dos partos las aguan venían un poquito teñidas y vosotros nacisteis sanitos y sin problemas". Confirmaron que las aguas estaban teñidas, aunque decidieron no romper la bolsa allí, y me permitieron pasar a la sala de dilatación (contracción mediante en mitad del pasillo...).

Aquí lo dejo para no hacer una entrada muy pesada, y porque mi bebé me reclama.


martes, 5 de marzo de 2013

Nuestro parto (I): 8 horas en casa

Teníamos perfectamente planificado cómo reaccionar el día en que me pusiera de parto: Mi madre, como os he contado infinidad de veces, es matrona y teníamos previsto llamarla cuando las contracciones empezaran a ponerse serias para que nos acompañara el máximo tiempo posible en casa y llegar al hospital cuando las contracciones fueran tan dolorosas como para pedir la epidural.

El día que cumplía las 40 semanas no fue demasiado especial. Llevaba tres días expulsando tapón mucoso y me habían hecho la maniobra de Hamilton cinco días antes sin ningún éxito (¡mejor!).

Esa tarde, con mi ginecólogo, vimos por última vez la cara de nuestra bebé en blanco y negro y me repitieron la maniobra de Hamilton (¡qué alguien me explique ese empeño, por favor!) y por la noche, después de cenar, decidimos dar un paseo largo e ir en busca de unos helados (¿helados en febrero?). Por el camino sentí algunas contracciones, como los días anteriores, y mi marido iba haciendo fotos de cada cosa que hacíamos. Algo le hacía pensar que esa noche se quedaría en nuestro recuerdo.

Llegamos a casa, y como todos los días nos metimos en la cama antes de medianoche. Yo empecé a estar incómoda y él cayó dormido al instante. Sobre las 12.30 empecé a contar el tiempo de las contracciones, porque me resultaba imposible estar tumbada, y... ¡sorpresa! Eran perfectamente rítmicas y se repetían cada 5 minutos.

Desperté a mi marido y le dije que me iba al sofá, que no aguantaba más en la cama. Intentamos poner una serie pero a mí se me hacía imposible prestar atención. Una hora más tarde las contracciones seguían y la sensación se había intensificado. No quería llamar a mi madre aún, pues no habían pasado las dos horas de contracciones cada 5 minutos con las que recomiendan ir al hospital, así que me metí en el baño y cuando venía el dolor mi marido aplicaba agua calentita en los riñones.

Me esperaba que la sensación de contracción estuviera más dirigida hacia la barriga, quizá hacia la pelvis... pero en mi caso era un dolor de riñones en toda regla.

Así nos dieron las 03.00 de la madrugada y decidimos avisar a mi madre, que en cuanto llegó me sacó de la bañera porque dijo que frenaba la dilatación. ¡Qué pena! Yo estaba tan a gusto en el agua... Me hizo un tacto vaginal y vio que estaba muy poquito dilatada, quizá 2 cm. Como el dolor de las contracciones era soportable, decidimos seguir en casa algunas horas más.

El reloj avanzaba y las contracciones iban y venían. Cuando venían, el dolor me pedía estar a 4 patas y calor en la espalda (¡gran invento la bolsa de agua caliente!), pero cuando se iban podía tener una conversación normal y estaba de buen humor. Poco a poco fuimos pasando la noche y llegó un momento que entre contracción y contracción mi cuerpo ya no descansaba, el dolor no desaparecía del todo y el rato de descanso, cada vez más corto, yo sólo quería estar tranquila y concentrada.

Hacia las 8 de la mañana mi madre me volvió a repetir el tacto (veredicto: las contracciones boca arriba duelen más) y ya estábamos más avanzadas: 4 cm de dilatación. Mi marido llamó al ginecólogo mientras me vestía y bajamos a coger el coche para ir al hospital. En la calle, justo antes de entrar en el coche, tuve una contracción muy fuerte, de esas que te doblan, y vi algunas caras conocidas de vecinos que iban al trabajo fijándose en mí. La sensación de desamparo y de estar expuesta fue tan grande que rompí a llorar como una niña pequeña y así me pasé el viaje al hospital. Y es que al fin y al cabo, como me dijo Mamá(contra)Corriente por otro motivo, somos mamíferas, y las mamíferas hacen su nido en una zona tranquila y oscura...